miércoles 22 de octubre de 2025 15:48 pm
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Cuando Hamás decidió hacer pública una imagen con los rostros de 46 rehenes este sábado, no estaba simplemente informando sobre su paradero, sino orquestando una crisis humanitaria con precisión milimétrica. La fotografía, presentada como una «despedida», llegaba en el momento más crítico de la ofensiva israelí sobre Gaza, una operación que el grupo islamista ha descrito como la «fase final» antes de que los cautivos queden atrapados en el fuego cruzado. Pero más allá del impacto visual, lo que realmente alarmó a los analistas fue el subtexto histórico: al incluir la imagen del piloto Ron Arad —cuyo secuestro en 1986 sigue siendo uno de los misterios más dolorosos de Israel—, Hamás no solo recordaba un caso sin resolver, sino que amenazaba con repetirlo.

El mensaje era claro: si Israel no frena su avance, estos rehenes podrían desaparecer como Arad, cuyos restos nunca fueron recuperados. «Su destino será el mismo», advirtió el grupo en un comunicado, mientras las Brigadas Al-Qassam insistían en que los cautivos están «dispersos en zonas residenciales», un eufemismo para señalar que cualquier ataque israelí podría convertirlos en víctimas colaterales. Esta táctica no es nueva: desde el inicio de la guerra, Hamás ha utilizado a los rehenes como moneda de cambio, pero también como escudo humano, sabiendo que su presencia en áreas pobladas limita la capacidad de maniobra del ejército israelí. Lo paradójico es que, según estimaciones de inteligencia israelí, solo una cuarta parte de los 48 rehenes originales podrían seguir con vida, una cifra que el presidente Donald Trump se encargó de confundir aún más con declaraciones imprecisas.

Mientras, en el terreno, la situación se vuelve cada vez más caótica. La ofensiva israelí se ha centrado en desmantelar la red de túneles de Hamás bajo Gaza, pero el grupo asegura que los rehenes no están allí, sino en **»lugares donde los bombardeos los alcanzarán primero»*. Esta ambigüedad deliberada deja a Israel ante un dilema imposible: ¿cómo rescatar a los cautivos sin causar más muertes? La respuesta, hasta ahora, ha sido mantener la presión militar, pero el costo humano —tanto para los rehenes como para los civiles palestinos— sigue en aumento. Entre los secuestrados hay casos que ilustran la diversidad de víctimas: desde los dos estadounidenses, Itay Chen y Omer Neutra, cuyas familias exigen acción a Washington, hasta Bipin Joshi, el trabajador nepalí cuya captura apenas ha sido mencionada en los medios internacionales.

Lo que hace este conflicto aún más complejo es la falta de consenso internacional. Mientras países como Estados Unidos y varios miembros de la Unión Europea condenan a Hamás por usar rehenes como herramientas de guerra, otros actores —como Irán o grupos pro-palestinos— acusan a Israel de despreciar vidas humanas en su afán por eliminar al grupo islamista. En medio de este tira y afloja, las familias de los rehenes se ven obligadas a navegar un laberinto de falsas esperanzas y silencios oficiales. Algunos, como los parientes de los dos tailandeses no incluidos en la fotografía, ya asumen lo peor. Otros, como los padres de Itay Chen, aún se aferran a la posibilidad de un rescate, aunque cada día que pasa hace más difícil creer en un final feliz.

La pregunta que todos evitan es si, en este punto, alguien tiene un plan realista para salvar a los rehenes. Netanyahu insiste en que la presión militar es la única forma de debilitar a Hamás, pero los críticos señalan que, hasta ahora, esta estrategia solo ha llevado a más muertes y menos claridad sobre el paradero de los cautivos. Mientras, Hamás sigue jugando sus cartas con frialdad: si Israel no cede, los rehenes podrían convertirse en mártires de su causa; si lo hace, el grupo habrá demostrado que el secuestro masivo es una táctica efectiva. En cualquier caso, los que pierden son siempre los mismos: aquellos cuyas vidas han sido reducidas a peones en un conflicto donde la humanidad parece ser lo primero que se sacrifica.

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