Por Javier Fuentes
El Premio Nobel de la Paz no responde al poder político, la fama mediática
ni la influencia económica. Su esencia es ética: ¿quién representa, con
acciones y sacrificio personal, un compromiso auténtico con la paz y la
democracia? Desde esa lógica, el reconocimiento a María Corina Machado
y la exclusión de Donald Trump no es sorprendente, sino plenamente
coherente.
Machado defiende el voto, los derechos civiles y el cambio político por
vías no violentas en un contexto hostil, donde hacerlo implica
persecución, censura, clandestinidad y riesgo de cárcel o exilio. No actúa
desde el amparo de las estructuras estatales, sino desde la resistencia
ciudadana. Esa trayectoria, sostenida frente a un régimen que criminaliza
la oposición, conecta con los valores históricos que el Nobel ha premiado
en figuras como Liu Xiaobo, Malala Yousafzai, Nelson Mandela u Óscar
Arias: individuos que enfrentaron autoritarismo o represión sin renunciar
a principios éticos como base de la convivencia democrática.
El Comité Nobel no reconoce discursos altisonantes, sino consecuencias
reales. En el caso de Machado, su activismo revitalizó expectativas
electorales y reavivó la conciencia cívica en un país donde el régimen
limita la participación política, manipula los procesos y conculca derechos
fundamentales. Su figura proyecta una acción pacífica frente a un Estado
que lo niega.
Donald Trump, en contraste, enfrenta un dilema de legitimidad moral.
Aunque se le asocie con iniciativas diplomáticas, su estilo político ha sido
señalado por fomentar la polarización interna, cuestionar procesos
electorales legítimos y debilitar la confianza institucional. El asalto al
Capitolio representa un punto de quiebre ético y democrático. Desde esa
perspectiva, su figura tensiona la estabilidad institucional hacia adentro y
proyecta incertidumbre hacia afuera, lo cual dificulta promoverlo como
emblema de paz.
El Nobel no se limita a entregar medallas: envía señales globales. Al elegir
a Machado, reafirma que la paz nace del respeto al voto, las libertades y
la dignidad ciudadana. Al descartar a Trump, evita respaldar un estilo de
poder vinculado a la división interna y al deterioro institucional.
La diferencia no es solo biográfica. Machado encarna la esperanza civil
frente a la opresión; Trump representa un liderazgo marcado por la
controversia democrática. El Comité premió la lucha por conquistar
derechos, no la administración del poder. Esa es la clave ética que explica
por qué Corina y no Trump.
La trayectoria de María Corina Machado no nació en campañas electorales
recientes, sino en plena hegemonía de Hugo Chávez. Su irrupción se dio
cuando, desde Súmate, impulsó en 2004 el referéndum revocatorio contra
un presidente que se proclamaba intocable. Poco después, aceptó la
invitación a Miraflores y, ante Chávez, lo confrontó en televisión nacional:
un gesto inusual en un país donde la disidencia costaba reputación,
libertad o exilio.
En 2010 ganó un escaño como diputada, convirtiéndose en una de las
voces más incómodas del oficialismo. No solo denunciaba el desmontaje
institucional, sino que señalaba a los responsables del deterioro
democrático. En 2014 intervino ante la OEA para denunciar la represión
en Venezuela. La reacción del chavismo fue inmediata: pérdida de su
curul, amenazas y vigilancia constante.
Lejos de replegarse, recorrió el país organizando redes ciudadanas,
mientras se acumulaban investigaciones, allanamientos y amenazas
judiciales. No tenía partido propio ni protección institucional, y tampoco
se exilió. La inhabilitación política se renovaba cada vez que su figura
amenazaba el monopolio del poder.
En 2023, en medio de un aparato represivo intacto, participó en las
primarias opositoras y obtuvo un respaldo masivo. Esa votación, desnuda
de recursos y propaganda oficial, reactivó la conciencia política de
millones. El régimen reaccionó con inhabilitación inmediata, allanamientos
y vigilancia sobre familiares y aliados. Terminó desplazándose de casa en
casa para evitar detenciones, coordinando su liderazgo desde la
semiclandestinidad.
El Comité Nobel no pasó por alto ese itinerario. Cada episodio revela una
lucha pacífica, sostenida y de alto costo personal frente a un poder que
concentra armas, recursos y propaganda. No se trata de discursos, sino
de hechos sometidos a riesgo.
En contraste, Trump no ha enfrentado ni cárcel ni clandestinidad por
desafiar un régimen autoritario. Machado construyó su liderazgo
desafiando uno. Esa es la distancia ética que define, sin escándalo, por
qué Corina y no Trump.
Tratando de ver un poco más allá, yendo a siglos de historia, que el
Comité decidiera otorgar a María Corina el Nobel de la Paz se entiende
como reconocimiento no por logros recientes, sino por luchas que han
construido y defendido espacios democráticos con riesgo y sacrificio.
La trayectoria de Corina Machado evidencia que la democracia no se
mantiene solo con leyes, discursos o tratados internacionales, sino con
acción sostenida, coordinación ciudadana y protección de los derechos
fundamentales frente a regímenes que concentran poder y limitan
libertades.
Su irrupción política comenzó con Súmate, impulsando en 2004 el
referéndum revocatorio contra Hugo Chávez. Esa posición valiente la
colocó en el centro de la controversia y le costó campañas de
desprestigio, amenazas y vigilancia constante. Elegida diputada en 2010,
se convirtió en una voz crítica y persistente, denunciando la concentración
de poder y la erosión de las instituciones que debía proteger el Estado.
Cada intervención mostraba que la defensa de la democracia requiere
riesgos que pocos están dispuestos a asumir.
El momento más álgido llegó en 2014, cuando denunció ante la OEA la
represión en Venezuela. La reacción del chavismo fue inmediata: pérdida
de su curul, amenazas, persecución judicial y hostigamiento constante. A
pesar de estas circunstancias extremas, Machado no se retiró. Coordinó la
oposición y promovió estrategias para garantizar que figuras como
Raymundo pudieran participar en elecciones, defendiendo los territorios
democráticos, con sangre conquistados, aun desde la semiclandestinidad.
Su liderazgo se construye sobre acción, organización y resistencia civil, no
con concentración de poder.
Trump, en contraste, cuestiona y socava los procesos electorales cuando
no le favorecen, debilitando instituciones y polarizando sentimientos.
Mientras Machado protege y amplía la participación, Trump la erosiona
desde un intento de autoritarismo. Esa diferencia moral y estratégica
define la esencia del Nobel: se premia a quien preserva la pluralidad bajo
riesgo, no a quien la pone en tensión desde el poder.
Premiar a Machado significa reconocer que la paz y la democracia se
sostienen en la persistencia de quienes defienden derechos, abren
espacios y garantizan que la voz de la ciudadanía tenga peso real, incluso
frente a la represión. Cada etapa de su lucha, desde la confrontación con
Chávez hasta la organización de la oposición actual, evidencia un
compromiso histórico que trasciende fronteras.
La diferencia es que Corina Machado arriesga, coordina y protege la
democracia; Trump impugna y debilita procesos desde el gobierno o
fuera. Esa coherencia histórica explica, sin dudas, por qué Corina y no
Trump.